Soy la mejor persona que conozco


En ocasiones pienso que soy la mejor persona que conozco.
Mejor que mis hijos, mejor que mi marido, mejor que mis padres, mejor que mis hermanos, mejor que mis amigos, mejor que mis compañeros de trabajo, mejor que mis jefes, mejor que mis políticos, mejor que esos otros, mejor que el de enfrente, mejor que todos mis congéneres.
Pensamiento inmundo que además de calificarme como imbécil, engreída y amargada, constata una dolorosa situación, lo absolutamente defraudada que debo sentirme.

Urbano (2)


Vivía sólo Urbano en la ciudad. Siguiendo el ejemplo de muchos convecinos allá que fue, dejando propiedades y padres en el pueblo. Aunque tardó más que otros en renunciar al terruño, porque era hijo único y no tenía con quién repartir los frutos de las tierras, lo que le hizo rentable durante más tiempo la permanencia en el medio rural que le había tocado. Pero el campo ya no daba como antes, a pesar de las subvenciones, el precio del secano no hacía más que bajar, “muchas hectáreas hay que tener para vivir del secano”, le contestaban a sus quejas en la cantina, “aún siendo tú solo...”, remataban. Reflexiones comunitarias que concluían irremediablemente en la necesidad de fundar una explotación mayor, comprando fincas, ahora que había tantas desocupadas, invirtiendo en maquinaria, contratando personal, buscando financiación... Urbano no se sentía ungido del carácter empresarial, jamás fue un emprendedor, además, cuarentón consumado como era, no se sentía ni con edad ni con ganas para enfrentar andanzas tales. Así que decidió dejarlo todo, cambiar de bando en el campo de batalla de la lucha de clases, y vivir únicamente de lo que le dieran por su fuerza de trabajo. No obstante, para si consideraba la mudanza como pasajera, pues contaba con la posibilidad de que el día de mañana el influjo y desarrollo de la cercana ciudad hiciera incrementar el valor del patrimonio familiar, pudiendo sacar una buena tajada con su venta; se sabía que había muchos intereses en que la capital se expandiera precisamente por donde tenía la finca, incluso ya se hablaba de apaños urbanísticos para quitar el epíteto rústico a las parcelas; ésa sería la oportunidad de regresar a la condición social y al pueblo que ahora abandonaba. Gracias a la influencia de paisanos bien situados, encontró empleo en una de las industrias auxiliares del automóvil que arremolinadas sobre las ubres de la marca mater, disputaba a sus hermanas de camada un puesto de mamón en la primera fila de los proveedores. Proporcionaban al último modelo de vehículo en el mercado componentes a un coste intolerable para los organizados sindicatos de la multinacional de haberse producido dentro, pero que externalizado en una pequeña empresa dejaba de ser tan indignante.
En un principio ocupó una habitación que quedaba libre en un piso de alquiler compartido por desplazados como él, pero enseguida se buscó hospedaje propio. No gustaba de mostrar sus manías al prójimo, no quería dar de qué hablar con hábitos muy queridos para él, pero que la convivencia coartaba. Como eso de estar cualquier noche recogido bajo manta, pronto, pues había que madrugar mañana, y bien entrada la noche ser despertado por una vaga inquietud en los cojones, remusguillo que no remitía tras la micción de rigor, con lo que marchaba al lupanar más cercano a calmarlo en manos de una profesional, regresando poco después manso a la cama para dormir como un niño. Los amigos están bien, pero cada uno en su casa y Dios en la de todos. La opción privada de alojamiento era más costosa, claro, pero él no tenía cargas aparte del propio sustento, sus padres tenían para ellos con lo de la pensión más las rentas de la tierra, por lo que no estaba tan condicionado por el control presupuestario. Situación desahogada, que aparte de permitirle disfrutar de modestos caprichos, hacía su existencia en la ciudad más plena. Al no estar obligado a transitar a diario por una línea de metro con tres únicas paradas, la de trabajar, la de comer y la de dormir, que únicamente los fines de semana, festivos y no laborales de convenio, abre el resto de los apeaderos. Así que andaba por el barrio con “el pitillo en los labios” y “el alma disponible”, que dijera el poeta*. La predisposición favorable a que empuja la soledad, el estar desocupado tras el trabajo, la sencillez de carácter propia del aldeano con que se desenvolvía, y el hecho de haber adoptado el inquilinato en una de las comunidades con más solera de la zona, consiguieron que se integrara pronto en el vecindario.

*Extractos del poema “Momentos felices” de Gabriel Celaya.

Hay pocas guerras


En el fondo hay pocas guerras. Entiéndase bien esto que digo, no soy un nostálgico de Malthus, no digo que debiera de haber más, al contrario, creo que la existencia de una sola es insoportable. Pero es que observando a diario las actitudes de las gentes, uno no puede evitar que le venga a la mente ese pensamiento.He visto lo que somos capaces de hacer por un plato de lentejas. Como actuamos exactamente de la forma que decimos a nuestros hijos que no se debe actuar cuando les pretendemos educar. Como nos quedamos tan horondos después de hacerlo, resoplando en una plácida siesta, acunados por los cuentos de las mil y una excusas. Y lo tremendo es que en el plato no hay lentejas, lo que hay es un nuevo modelo de coche, o vestir ropa de marca, o pasar veinte días de vacaciones en un hotel de la costa, o adquirir el último básicamente innecesario engendro tecnológico,… Eso, eso es lo que está en juego, por eso es por lo que no vacilamos en traicionar lo que nos separa de las bestias, que sin grandilocuencias, se llama moral o ética. ¿Se imaginan lo que seríamos capaces de hacer si el contenido del plato de la discordia fueran realmente lentejas? ¿La de justificaciones que podríamos pergeñar para destripar sin cargo de conciencia al de al lado?... ¿Ven como en el fondo hay pocas guerras?...

El verdadero valor de las cosas


Las cosas adquieren su verdadero valor cuando se comparten (el que lo probó, lo sabe).

Estambul


¿Sabes?... En Estambul los motoristas van sin casco. Cuando los veía pasar así de desprotegidos, pensaba en las graves lesiones que se podrían evitar si les obligaran realmente a llevar el protector craneal, sentía lástima de la ignorancia de aquellas pobres gentes en vías de desarrollo. No obstante, pasado el acceso de fatua condescendencia, me fijé en la expresión del rostro de los moteros otomanos mientras conducían, no pude evitar sentir envidia de la satisfacción que mostraba, imaginé la agradable sensación del aire azotándoles sobre la cara (con el calor que hacía...). Si es que todo no se puede tener en esta vida... Eso me pasa por presuntuoso...

En blanco y negro


Que conste que no tengo nada contra las máquinas. Pero es que yo empecé a escribir (por gusto, se entiende) a mano, con lápiz y papel, como me enseñaron en parvulario. La única innovación que introduje fue el uso del portaminas, siempre me ha gustado escribir con trazo fino, afilar constantemente la punta del lapicero se convirtió en una exigencia cansina. Por cierto, jamás me logré acostumbrar a escribir con tinta, corrijo obsesivamente, de manera que los folios terminaban demasiado tachados, me era más útil poder borrar con la goma. Lo del teclado vino luego. No… Si no me parece mal, todo lo contrario, si yo ya sólo tecleo… Además también tiene su encanto… Tac, tac, tac… Como el protagonista de una película del jólibu dorado… Y la de posibilidades que la tecnología da... Ahora hago, ahora deshago, ahora corto, ahora copio, ahora pego, ahora guardo… No echo de menos al grafito… Sólo me quedó residente la apariencia, el encanto de ver palabras negras sobre fondo blanco.