Urbano (4)


Urbano acudía a los bares para las grandes ocasiones de su vida, bien porque el relieve de la circunstancia en su existencia le hiciera preferir vivirla acompañado, bien porque le apeteciera sin más compartir con el prójimo ese momento. Los visitaba para rellenar la quiniela, cumplimentar cualquier impreso que reclamara patente asesoría, ver el fútbol en los canales de pago, atender al parte televisado si la actualidad traía enjundia, hacer la llamada telefónica semanal a su madre, mirar la prensa, meditar si ese fin de semana marchaba al pueblo... En realidad continuaba con la conducta adquirida en el pueblo. Allí se bajaba al bar cuando no había qué hacer, lo cual era raro, pues siempre salía algún chapuz, en la casa o en las tierras, o cuando no, había que echar una mano a alguien. Sin embargo ahora, terminada la jornada laboral le llegaba el ocio puro, junto y de una vez, y Urbano, si no tenía una herramienta en las manos tenía un vaso, con la salvedad que aquí no había cuatro establecimientos sino ciento, a causa de este exceso de oferta abusaba algo de su único entretenimiento, de momento nada serio, a lo sumo, alguna vez se había levantado con una sensación de abotargamiento que con el primer café de la mañana desaparecía.
De coincidir en los mismos bares, Urbano había ganado la confianza de parroquianos que como él, encuentran distracción en tomar un chato acompañado. Le entretenían las conversaciones intrascendentes de la barra, versadas en generalidades y tópicos, dulcemente descomprometidas, salvo cuando después de unos cuantos vinos a alguno se le escapaba un vertido de intimidad a la charla, hacíase entonces un silencio breve, para continuar con las livianeces una vez que el grupo se sobreponía del indecoro emocional del de turno; todos tenían problemas y no estaban allí para solucionarlos, callaban ante el desahogo ajeno y continuaban hablando pasados unos segundos. Aquella tácita sociedad de consumidores guarecía peculiarmente de la soledad a sus miembros. Sus relaciones estaban circunscritas al recinto tabernario en el que discurrían, rara vez traspasaban esa puerta, generalmente cada uno entraba solo y salía por su cuenta, aunque probablemente muchos vinieran o fueran al mismo sitio. De hecho, para evitar una situación violenta ya se preocupaban ellos de escalonar el término de sus bebidas, vigilándose el nivel de los vasos mutuamente para no acabar dos al mismo tiempo, así evitaban que se diera la ocasión de compartir trayecto. Paulatinamente, se iban despidiendo uno a uno como si ya no fueran a encontrarse, indicando su partida con frases como, “Venga...”, “Hala: marcho...”, “Antes de ir a casa lo mismo me paso por donde el Jose....” Y así, sin prisa pero sin pausa, abandonaban uno a uno el local, dejando al último la responsabilidad de despedirse del camarero. No obstante, bien es sabido que el roce hace el cariño, eso, o que mucho pesan las costumbres, es por ello que si algún asiduo faltaba una temporada, los presentes se preguntaban por él, a ver si alguien le había visto cruzando el puente o andando por el barrio, más que nada para saber si tenían que beber para exorcizar alguna desgracia. Cuando el ausente volvía, jamás se le pedían directamente explicaciones.

Así eran los ronderos. Ronderos porque hacen ronda.

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